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Otra vez. Una altra vegada

Tengo once años y ha llegado esa época del año. Luces, olor a leña y entro corriendo a casa, hace frío. Además de todos estos detalles, atrezo de cualquier película navideña, recuerdo una sensación de calidez, bienestar y pertenencia. La recuerdo muy bien y por eso sé que hace unas cuantas navidades que no está. Cuando era una niña los días pasaban lentamente y discurrían desde septiembre en adelante de forma natural, hasta desembocar en las fiestas navideñas. A veces pienso que este cambio es consecuencia de mi mudanza a la ciudad. Las personas que han crecido en un pueblo pequeño (o en una masía a las afueras de un pueblo pequeño, como es mi caso) reciben muchas pistas que revelan el paso de las estaciones; las hojas caídas, el olor a algarrobo, el cric-cric de los grillos en un atardecer de julio, son señales que, de forma a veces inconsciente, nos sitúan en una época específica del año. Todo esto está enmascarado en una ciudad en la que el skyline sustituye al horizonte. Es posible

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